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Navidad

Para quien vive su fe en la redención y para los practicantes de la tradición no importa si el nacimiento de Yoshua (Jesús) fue un suceso real de un día 25 de marzo, un 7 de abril durante el año 3 anterior a esta era, en el año 1 o durante el quinto en las variables del cómputo temporal asentados en los ajustes calendáricos, ni si es letra distorsionada, equívoca traducción o conveniencia en los asuntos de la política.

“Si acepto que un Dios sea absoluto, y más allá de toda experiencia humana, este Dios me deja frío. No obro sobre él, y tampoco él sobre mí. Si, en cambio, sé que un Dios es una poderosa actividad de mi alma, debo entonces ocuparme de él pues puede hacerse hasta desagradablemente importante, incluso en la práctica, cosa que suena enormemente trivial como todo lo que aparece en la esfera de la realidad”.*

La celebración insertada a la del Deus Sol Invictus a partir del 25 de diciembre del año 336 durante la era constantiniana es residuo de la antigua religión zoroástrica (parsismo o mazdeísmo),  fundada bajo los principios opuestos y actuantes de la dualidad Ormuz y Ahriman e importada de Persia para establecerla en los espacios del imperio romano.

“El símbolo de ‘Cristo’ es, como ´Hijo del Hombre´, una análoga experiencia psíquica de una esencia espiritual superior en figura humana, que nace invisiblemente en el individuo, un cuerpo neumático que nos servirá de alojamiento futuro, al que se puede poner como un vestido”.*

Contraria a la visión occidental que “… acentúa la encarnación, y hasta la persona y la historicidad del Cristo…” con la cual:
“… se subordina el cristianismo a la superior persona divina, en expectativa de su gracia; el hombre oriental sabe… que la redención reposa sobre la obra que uno hace sobre sí mismo. La imitatio Christi a la larga tendrá la desventaja de que veneremos a un hombre como modelo divino que encarna el más alto sentido y, por pura imitación, olvidamos realizar el propio más alto sentido. En efecto, no es del todo incómodo renunciar al propio sentido. Si Jesús lo hubiera hecho habría llegado a ser un carpintero honorable y no un rebelde religioso a quien hoy, naturalmente, le ocurriría lo mismo que entonces”.*

Erich Fromm al final de la nota 21 de su Psicoanálisis de la sociedad contemporánea (FCE, 1974), al estudiar el concepto contenido en el dogma adopcionista asienta:

“El cambio en la función social del cristianismo fue unido a cambios profundos en su espíritu; la Iglesia se convirtió en una organización jerárquica. El interés fue pasando cada vez más de la esperanza de la segunda venida de Cristo y la creación de un nuevo orden de amor y justicia, al hecho de la primera venida y al mensaje apostólico de la salvación del hombre de la maldad que le es inherente.  Relacionado con éste, se dio otro cambio. El concepto originario de Cristo se contenía en el dogma adopcionista según el cual  Dios había adoptado al hombre Jesús como hijo suyo, es decir, que un hombre pobre y desdichado, se había convertido en dios. En este dogma, la esperanza y anhelos revolucionarios de los pobres y oprimidos había encontrado una expresión religiosa. Un año después de haber sido declarado el cristianismo religión oficial del Imperio Romano, fue aceptado oficialmente el dogma de que Dios y Jesús eran idénticos, de la misma esencia, y que Dios no había hecho más que manifestarse en la carne de un hombre. En esta nueva opinión, la idea revolucionaria de la elevación del hombre a Dios fue sustituida por un acto de amor de Dios para descender hasta el hombre, por decirlo así, y de esa suerte salvarlo de su corrupción”.

De lo activo a lo pasivo, del desarrollo a la dependencia; de la búsqueda al don. El camino del conocimiento a través de hechos comprobables diverge del espacio de los bienes intangibles, y, sea por un instante, que  reunidos lo mejor del saber y del sentir, gesten  un momento para conmemorar el nacimiento de una idea excepcional yacente en el terreno de la fe y que basada en hechos históricos asentados con el rigor del análisis de los hechos humanos, hermanen el saber y el valor terapéutico de toda religión ante los sufrimientos en la carne y las perturbaciones en el alma de cada uno de los seres humanos para otorgar a la humanidad un respiro, un destello de la gran posibilidad habida en el mensaje trascendental.

*Fragmentos  tomados de El secreto de la flor de oro de Carl Gustav Jung,
Paidós, 1984 páginas 66, 68, 69 y 70.

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