Opinión

Columna Invitada

Por: Agustín Gutiérrez Katze

La Convención Internacional de los Derechos del Niño, así como las leyes federales y locales relativas a los derechos de las niñas y los niños, han reconocido el derecho del menor a mantener contacto con sus progenitores, aún en el caso que éstos se encuentren separados, a menos que exista un riesgo probado que haga necesaria una medida que limite ese derecho para proteger la integridad física, emocional o sexual del menor.

Sin embargo, cuando entramos al terreno de los jueces, encontramos que, frecuentemente, las medidas adoptadas para proteger los interese de los menores resultan ser tomadas sin mayor reflexión, sin pruebas contundentes que demuestren que existe un peligro real a su integridad.

Basta que una madre o un padre alegue que ha existido violencia y que presente una acusación ante el Ministerio Público para que algunos jueces, a priori, tomen la decisión de privar al padre o a la madre de convivir con el menor, sin importar si en realidad esas acusaciones están basadas en hecho reales o no. Es decir, para que este tipo de medidas prosperen con algunos jueces es suficiente la palabra de quien acusa, sin importar si las acusaciones están soportadas por hechos reales debidamente probados. Ni en materia penal es suficiente el dicho de una persona para que se pise la cárcel.

Tristemente, para algunos jueces no importa que a la postre esas acusaciones queden totalmente desvirtuadas. Para ellos no importa que esas acusaciones resulten falsas, no les importa el daño que, a la postre, casen por tomar una medida injusta y sin mayores bases que el dicho de una persona. El daño estará hecho y en la ley no existe ningún mecanismo o remedio que permita reparar la grave afectación causada por la injusta separación del menor de uno de sus padres.

Ciertamente, algunos jueces sin criterio, como es el caso del juez 30 de lo Familiar, Licenciado Eduardo García Ramírez, no valoran si realmente están ante un verdadero caso de violencia familiar que amerite medidas que restrinjan la convivencia de alguno de los padres con sus hijos. Los tratados internacionales son muy claros en esto, sólo y sólo si existen evidencias contundentes que acrediten la existencia de un peligro real, el juez puede restringir la convivencia.

Este juez, sin mayor reflexión y sin tomar en cuenta las pruebas que acreditan la falsedad de las acusaciones de violencia familiar, decidió privar a los menores de convivir libremente con su padre, sin siquiera escucharlo y sin querer mirar la mismas constancias ministeriales que evidenciaban que se estaba ante un falso caso de violencia familiar. Es decir, no le importó que las acusaciones estuvieran soportadas por burdas mentiras, graves falsedades y muchas contradicciones, para él fue suficiente la palaba acusadora para privar al padre de convivir con sus hijos.
Mátelo y luego averígüelo, como diría Pancho Villa. ¿De qué sirve que después sea inocente el muerto, si ya está muerto?

Lo que resulta todavía peor, es que este juez, habiendo recibido pruebas contundentes que acreditan la falsedad de las acusaciones y que inclusive el Ministerio Público adscrito al Juzgado determinó que la madre pudiera tener probable responsabilidad por el delito de falsedad de declaraciones, ni así ha querido levantar una injusta medida que ha causado estragos en la vida de los menores y en la imagen que ellos tienen de su padre.

El resultado de esta irresponsable conducta del juez 30 Familiar ha facilitado que la madre ejerza actos de alienación parental hacia sus hijos, que son conductas que tiene por objeto manipular y ejercer control psicológico sobre los menores, con el fin de provocar en ellos una imagen negativa de su padre que, a la larga, provoca que ellos por sí mismos se alejen de su progenitor.

Es decir, un mecanismo diseñado para hacer cesar actos de violencia familiar se torna en sí mismo en un instrumento de violencia familiar y de extorsión que provoca en los menores una vivencia cruel y dolorosa en sus vidas, todo ello ante el ojo complaciente e indiferente de los jueces, quienes no hacen nada por evitar este tipo de conductas. Desde luego, quienes tienen todo el peso de la responsabilidad antes esta irresponsable conducta son los mismos jueces, ya que son ellos quienes aplican estas medidas y lo hacen sin mayor reflexión y, muchas veces, sin pruebas contundentes que acrediten la existencia de un peligro real.

Así pues, resulta verdaderamente increíble ver cómo algunos jueces familiares no atienden su función con responsabilidad y sentido común y prefieren voltear a otro lado, dictando medidas por más temor a dañar sus carreras que por velar por el legítimo y superior interés de los menores. No les importa la atrocidad que ellos mismos generan al conceder con mucha ligereza medidas provisionales supuestamente protectoras de los hijos, aunque eventualmente las acusaciones caigan por su propio peso y se cause un grave daño a la vida de los menores y sus familias.
Habría que replantear si estas medidas en realidad son las correctas o si debe existir una sanción severa para el padre o madre que haga acusaciones falsas de violencia familiar, como sería privarlos de la guarda y custodia, pues el precio que pagan los menores generalmente es muy alto y muy difícil de reparar.

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