Notas

Lo cotidiano con clase

 

Todo inició como casi siempre sucede:  una simple diferencia, una bronca como cualquier otra de las que se suscitaban con cierta periodicidad,   entre  estudiantes de  las  Vocacionales dos y cinco del Instituto Politécnico Nacional, con  alumnos de otras escuelas de la zona de la Ciudadela.

Sin embargo, por alguna extraña razón, en esa ocasión no fue igual. Recuerdo que 40 años atrás, tuve la oportunidad  más importante de mi vida como  alumno de la Escuela Superior de Comercio y Administración del IPN  y, al mismo tiempo, camarógrafo en los noticieros de Telesistema Mexicano, de conocer un poco más a fondo los acontecimientos  que culminaron con un lamentable y trágico  miércoles de octubre de 1968.

Desde entonces, busco una respuesta al porqué, al para qué y, fundamentalmente, a quiénes  sirvieron y beneficiaron los sucesos  de ese año, que culminaron con la pérdida de la vida —tal vez nunca se sabrán cuántas— de jóvenes estudiantes  que,  ilusionados en su gran mayoría y, en otros casos, engañados y utilizados como carne de cañón pretendían un  cambio social bajo condiciones  más democráticas para México… 

Mi  territorio estudiantil ya no era Ciudadela, el Reloj Chino o el cine Bucareli, —lo fue también del ex Presidente, Ernesto Zedillo   rescatado por un compañero de los golpes que le propinaba un granadero—  sino el Casco de Santo Tomás, hasta donde, con celeridad,  llegó la información  de la brutal respuesta de los policías a una bronca estudiantil más. Los elementos policiacos se metieron a la Vocacional y golpearon a maestros y alumnos.

Nada justificaba  esa actitud, sobre todo, porque los muchachos no respondieron a la artera agresión de que fueron objeto. Tampoco era explicable el porqué de tanta violencia y saña en contra de los estudiantes. 

Seguramente ahí quedará la bronca, no pasará a mayores, era el sentir de la gran mayoría. Transcurrieron los días y, como la bola de nieve, el conflicto se fue haciendo más grande.   Las  marchas, los mítines y las consignas estudiantiles subieron de tono volviéndose más exigentes y vociferantes. La más estridente, fue la marcha del silencio, encabezada por autoridades y estudiantes.

La respuesta fue:  el Ejército a las calles para contener los ánimos  beligerantes y mostrar  que había firmeza en el gobierno.

Grave, gravísimo error no sólo político, sino social. Quién  o qué convenció al Presidente Gustavo Díaz Ordaz para tomar esa decisión y qué llevó al general secretario de la Defensa Nacional,  Marcelino García Barragán, a preparar y aplicar el operativo — que para muchos fue una trampa—en la Plaza de las Tres Culturas de Tlaltelolco.  

Los dos están muertos, como  muchos de los ahí presentes y no podrán defenderse o contar su verdad, aunque en el caso de Díaz Ordaz, aceptó ser el único responsable de las consecuencias por el uso de la fuerza pública contra los estudiantes.

El tercer gran responsable, Luis Echeverría Alvarez, secretario de Gobernación en ese año y posteriormente Presidente de la República —en su sexenio  recurrió a un grupo parami-litar para reprimir a los estudiantes— actualmente  arraigado en su domicilio, sostiene que no pedirá perdón a nadie y que de no haberse actuado como se hizo, el 2 de octubre de 1968, el Presiente habría sido derrocado.

Las  Olimpiadas estaban a 10 días de inaugurarse y el gobierno no aceptaba su cancelación.

Las consecuencias: mano dura, represión y asesinatos, porque no se puede catalogar de otra manera, cuando elementos entrenados para matar, como es la raíz de las fuerzas armadas, recibieron la orden de acabar con el movimiento.

A  40 años de distancia, se mantienen todavía muchas cuestiones en la obscuridad histórica que validan el «Dos de Octubre no se olvida». 

Tiempo en el que  el destino me jugó una mala trastada,  negándome la oportunidad, como estudiante orgullosamente politécnico  y periodista en ciernes, de estar físicamente en Tlaltelolco, cuando aparecieron los guantes blancos y las bengalas, dando vida al diálogo de las armas de fuego y muerte a la razón.

¿Realmente fue necesario llegar a los sucesos de ese día?; ¿valió la pena?; ¿somos un país más democrático?; ¿ somos otro país?. Las respuestas pueden ser tan variadas y válidas como se quiera.La única, la real, debería ser reconocer y aceptar nuestra responsabilidad  y obligación para que la historia no se repita:

Nunca más un 2 de Octubre, la inteligencia y la capacidad política están por encima de esos apetitos políticos de hace cuatro décadas y, sobre todo, de los apetitos económicos, hegemónicos y globalifílicos cada vez  más amenazantes, de la actualidad.

 

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