En Ambiente

Un dedo

Depre974

Una hora disfruté con la mirada en su dedo meñique, ese pequeñín menospreciado, el opuesto al laureado pulgar, el gordo diferenciador de la familia de seres erguidos, el único de los cinco con capacidad para tocar los cuatro compañeros en la extensión de su estructura cuya primera falange determina una unidad de longitud antropométrica ancestral.

La prometedora cercanía con el anular, al cual, en su manifestación siniestra le engarzamos el símbolo de una pertenencia infinita, no le otorga beneficio alguno ni lo enaltece la inmediata vecindad.

No posee la extensión del dedo cordial, medio o mayor, base para establecer la estructura y definir la exquisitez de una mano. Tercia de falanges con las cuales herimos el pudor ajeno con la declaración tosca de exacerbada capacidad sexual.

Sin el poderío del índice —direccional—, con el que tocamos el pecho ajeno para determinar al culpable y que al trazar en la tierra inicia la convención del lenguaje, recorrido lento, trabado en la espiral de la gran idea volátil abandonada en la riesgosa superficie del barro para después de iniciar el gran proceso transformador — la heredad colectiva— hasta que, finalmente, con torpeza inigualable lo transformamos en herramienta asquerosa con la cual hurgar en las cavidades de la nariz. El meñique y el anular semiplegados manifiestan la trascendencia para significar una bendición, plegados en hermandad con los otros tres, un puñetazo que no destraba un conflicto, lo ahonda.

El meñique es sólo el dedo final, el último, el despreciado, ese que con pretendida elegancia separamos con garbo al asir una tasa: ningún glotón se chupa el meñique para mostrar la plena complacencia, con él es imposible solicitar un “aventón”, no es alguno de los dos dedos involucrados para medir la frente a fin de establecer la inteligencia humana ni es aquél que ingresará en la llaga para zanjar la duda. Considerarlo parte fútil del conjunto es ya una consideración (si hasta las caricaturas clásicas carecen de meñique), aunque sin el meñique —ese intruso en la caricia— la unión de las palmas durante la plegaria jamás marcaría el origen terreno para elevar escalonadamente la oración.

La armonía de un rostro lo fijan la proporción de los ojos; la belleza de un cuerpo la repetición modulada de la cabeza; el rostro fija el tamaño de la palma y toda esa armonía quedaría ridiculizada con un feo meñique. No obstante, ese dedo pequeño, el inútil, el desairado, es la parte que otorga firmeza al saludo, el que prolonga sutilmente la calidez de la caricia. Ese dedito prescribe la belleza de una mano que, en ella, es el monumento máximo a la apetencia eterna de perfección.

Una hora disfruté con la mirada en su dedo meñique: enriquecedora experiencia.

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