Campus

Un personaje incómodo

Ese Don Cú era todo un personaje.

Hace poco menos de cuarenta años, aquel hombre sobreviviente de la Revolución que portara chaquetas diferentes según la leva de alguno de los bandos y luego del otro, obligado a servir en esta tropa del que surgiera, transformado en acérrimo enemigo forzado tras su captura por el grupo vencedor, encontró en la plática un refugio para exorcizar sus demonios. Variadas, extensas narraciones que resultaban ?para su auditorio infantil? muestra de una vida exorbitante, desbordada, dignas de un personaje de la novela costumbrista aderezada con referencias claras al espacio, costumbres y nombres de su momento: tal audiencia esperaba boquiabierta la culminación de las anécdotas encadenadas, crecientes en intensidad y jamás agotadas.

Ciudad. Acrílica sobre cartulina. 20.5 x 27.0 centímetros.

Don Cú bien sabía adornar las historias del general mengano o del capitán perengano; los hechos y desaciertos del teniente zutano y de los encordados sin nombre ni origen; de las caminatas, de las hambrunas en campaña y de los fríos enfrentados con mala ropa; de las fogatas sin cocido y de las noches sin un cigarrillo para recordar el aroma de su pueblo (decía que el jarro con el café y las guitarras compañeras eran sólo un ornamento de las desdichas del pueblo con las cuales ataviaban las películas que hablaban de “la bola”) y que sin el juicio de aquellos ojos femeninos, disparaba sus armas a cualquier parte “la cosa era hacer ruido para ver si con ello los de enfrente se espantaban.”

Don Cú era de esos muchos, los de sin caballo y sin grado, la “pura bola” a la que sin sosiego, necesitados de todo, le negaban hasta del tiempo indispensable para preguntarse ¿porqué?

Por algún tiempo vació sus recuerdos sobre los cuerpos yacentes de sus clientes en alguno de los baños de vapor de la Colonia Guerrero en donde quedaron la paciencia y sus esperanzas al cerrar el establecimiento en donde los estragos de la juerga noctámbula desaparecían con el vapor y la presión educada de sus dedos y manos. Poco después, cansado del trajín, adquirió la destacada experiencia del “huesero” para evolucionar en ogro aterrador en el nuevo asentamiento de la Unidad Kennedy de la colonia Balbuena, donde, acallados los lamentos de los desconsolados por el estruendo constante de los aviones, enderezaba los miembros dislocados o el cuello torcido de los niños y adultos.

Un día, quizá más para él que para la audiencia donde amparara las glorias olvidadas, masculló: ? Ante la infamia por tener más, sin medir el daño irrefrenable a todo extraño, a los animales, a los árboles, a lo que es Vida de nuestra vida, no hay erudito tecnificado del orden terreno ni etéreo que proceda lealmente en favor de la existencia compartida.

Hoy, después de tantos años y con la mudanza forzada hacia otros espacios, depositado el recuerdo de su figura en el descansillo de la escalera de cemento, la imagen del viejo ilustrado con el propio esfuerzo, del hombre cuyo máximo grado escolar fuera el inconcluso cuarto de primaria, el Don Cú de la casi infancia, regresa con su clamor multiplicado (“Somos puro dolor, la causa de él”) y sólo queda saludar en donde esté ?si hay un dónde y estancia después? al buen vecino, al hombre paciente con ojos lacrimosos tras los cristales de sus anticuados anteojos, al hombre que entre sus amarguras entretejía una duda y penaba por un convencimiento que nunca le llegó.

Acerca de Víctor Manuel López Wario

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