Campus

Un muro la pantalla

Desde temprano —de arriba hacia abajo, del oriente al poniente— la camioneta “del sonido” invitaba a los habitantes a la función de cine.

En el improvisado espacio no había bancas ni sillas, el empedrado era la galería y la pantalla el desconchado muro de la alta casa de Bertha.

Ya antes de terminado el rosario, en la explanada del templo de La Merced rondaban el carrito de “raspados”, otro con un gran cesto rebosante de chicharrones y tostadas para aderezar con salsa picada, más allá, Cruz, en su bicicleta adaptada, ofrecía los trozos de fruta colocados con maña embaucadora dentro de conos de papel encerado contiguos al puesto de don Alejo con su tendido de cacahuates y pepitas, en tanto Jesús —con un gran cesto de pan en la cabeza— forjaba chistes sobre la enseñanza en aquel viejo caserón cercano al río habilitado para escuela. (Gerardo era compañero personal en el quinto año de primaria, sexto hijo de entre siete en su familia).

Ya poco antes de la función “al aire libre”, Adela (hija de don Lupe y de Leticia), tímida y desconocida en aquel uniforme azul y rojo de la refresquera, repartía muestras del agua embotellada patrocinadora de la proyección cinematográfica.

El sonido inicial de prueba fue una defectuosa, repetitiva e indiferenciable reproducción musical a la que siguió la proyección de una cadena de historias en dibujos animados con argumentos ignorados ante la sorpresa constante de las figuras en movimiento. A manera de extra, la sesión incluía una visión de extrañas tierras, vegetación, fauna desconocidas y la imagen de un Porfirio Díaz Morí alicaído, afianzado a la escalerilla de un tren engalanado.

Y es que en aquellos días de la técnica desconocida, el ambiente adquirió el encanto de otra realidad y las imágenes arrebataban la consciencia de los espectadores. Era lo nunca visto y escuchado. La magia del cine en la rinconada anulaba los hoyancos en el muro/pantalla y pregonaba a los habitantes del barrio —y los venidos de más allá de la ribera— que había otros mundos distantes, desconocidos, donde la belleza era dueña impensada y junto a ella pulsaban girones de otros sueños en los cuales las penas cotidianas no regían.

Aquel pequeño hombrecito. Acrílica y lápiz de color sobre papel. 21.5 x 28.0 centímetros.

Terminada la función, cada cual regresaba a su lugar, en las miradas la constancia de lo inesperado, perdida la vigencia de la circunstancias propias ante el alarde de esas otras vidas vivientes por la luz, vívida aquella magia brotada de una camioneta rotulada con letreros de una refresquera adornada en su cima con dos conos metálicos que oscilaban mientras la unidad subía la cuesta empedrada hasta el depósito.

Era un mundo fascinante al que E…, —el bienaventurado del pueblo— buscaba con un palito entre los poros del muro desconchado de la alta casa de Bertha en la Rinconada de la Merced, universo desaparecido de a poco en poco bajo las capas de pintura y el viaje individual dentro de los cajones barnizados con rumbo al lugar de quienes ya no regresarán para sorprenderse con las invenciones en esta tierra.

Acerca de Víctor Manuel López Wario

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