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Un leño ante el naufragio II

Naturaleza animada. Acrílica sobre corrugado. 40.3 x 8.0 centímetros.

En la espera cayeron las corolas ajadas coloraciones,

disipado el vigor de sus tallos ahora deshojados,
sus galas son polvo en el vaivén de un suspiro:
mustio el recuento, sin realización ni futuro.

Gnomon desdeñado de negada trayectoria,
forma estropeada, experiencia replegada:
lobreguez de la cadena temporal.

Evaporada el agua –maculatura
herrumbrosa en el platillo mudo–,
inutilizado flujo en el escondrijo del olvido,
sordo a la caída ritmada de las piedrecillas,
ruedas sin lluvia, rizo en agua congelada.

No hay medida que midan el fuego, la cera, ni el aceite,
ni alba esperanza en el trasiego de la fina arena,
ni en el girar de los engranajes ficticios, ilusión
múltiple de un rostro en doce rutas constreñido:

impertinencia para quien cobija la ausencia,
inutilidad en quien pesa distancia y tiempo.

–II–

Vida y hacer al pairo,
entre la franja sutil que le separa a lo terreno
y la futilidad de lo aéreo confundido en celestial.

–III–

La luna pide a tus ojos el brillo hurtado al mirarla, el sol un himno nuevo bullente en tu corazón de jade, el lucero del atardecer el goce de tu palpitar; un cúmulo de mariposas y cientos de aves aureolan tu cabeza y el viento pena por el cobijo de tus brazos.

Anhela la canción el tono de tu voz, la espiga el humor de tu boca mientras la tierra pone distancia y tiempo para estar contigo.

–IV–

Sombra de luna en cientos de noches,
ilusión interrumpida.
Eran dos tazas para el café y una cucharita,
un verbo compartido y lluvia para dos.

–V–

Cuatrocientos nombres y ninguno para retener su ser: un vaso con leche y un pan, un regaño exasperado con error gramatical, manos que forman un centón nocturno para exorcizar la frialdad excesiva, cántico sutil para acunar un sueño. Manos acariciadoras de la siempreviva, amapolas cálidas, laboriosas, bulliciosas ante el sol, acariciantes en el tiempo de luna, alondra silenciosa aureolada de helechos en la fragilidad del verdor dentro del amplio patio donde dos o tres palomas recibían el alimento transformado en zureo perseverante: paño cálido de todos los dolores, enfermera cotidiana, brazos incansables: cuna; diccionario sin cogulla, verdor desenfrenado de aquí hasta el recuerdo.

–VI–

Tiene la mirada triste con una tristeza más que propia, ancestral evidencia de todos los dolores acumulados, suma y total en la que no falta alguna de las repetidas congojas asentadas en el umbral de la casa donde brillaran por primera vez la risa y la mirada de la abuela, de la madre y las de ella y que, con pocos años de diferencia ahí extraviaran el brillo y juventud entre los resquicios y recuerdos evasivos de quienes ya no están, silencio/promesa de pronto no estar más, consciencia opacada bajo la sombra de las arrugas que aparecen en el rostro cuando enfrenta el espejo con la certeza de que las promesas de ayer eran únicamente anhelo.
Esa, su mirada triste miente a la sonrisa, trastorna el saludo de su mano y lleva a otros tiempos y rumores el pensamiento arropado de “quizás” entre un aire lejano aromatizado con membrillos frescos.

Acerca de Víctor Manuel López Wario

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