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Un arranque emocional

Desconcierto. Óleo sobre tela. 11.6 x 26.5 centímetros.

Lanzó un casi gemido a los ahí reunidos: —¿Cómo es posible que más de un siglo después de su Guerra de Secesión, aún no acepten a los negros por sus iguales?— (confundida la visión histórica de la promulgación de la igualdad de los seres humanos sin importar el color de su piel en vez de la aplicación de la fuerza mecánica por sobre el esfuerzo humano encadenado).

Y días después el mismo P… comentó:

—Hay que pegarse a don Jesús ¡ese sí tiene el billete! Me voy a asociar con él para levantar el negocio y “nos vamos para arriba”: ¡seguro!

—¿Y quién administrará el negocio?— interrogué un tanto enmascarado con la inocencia por argumento.

—Pues yo, porque, imagínese, él es un indio muy… —y aquí soltó un calificativo degradante.

Esta es sólo una muestra de nuestro “no” racismo, de nuestra “no” segregación y del “irrefutable” respeto habido entre seres en quienes sólo rascarle un poquito brotará un torrente de sangre mezclada por cientos de embates sociales, desde el pasado inconsciente hasta nuestra contemporánea y notoria disponibilidad en beneficiar a un tipo de piel para heredar nuestros ganes.

Y, desafortunadamente, la miopía ni siquiera queda en las capas incultas e ignorantes de nuestro grupo social, seres de la estatura del instruido, el viajado, el privilegiado productor de teatro en México, con estudios en colegios emblemáticos, arroja su baba a través del televisor y afirma —para reforzar la posición en el caos mental de una población determinantemente broncínea— para evidenciar su solidaridad con todos aquellos marginados y en pro de nuestro ser verdadero y realidad cultural profunda:

—Ni siquiera los hemos enseñado a hablar el español.

Resulta entendible en esa luminaria laureada por sus triunfos en la adaptación —del inglés al español mexicano con nuestra idiosincrasia contemporánea— de obras garantizadas por el destello de Broadway, que el tiempo no le permita indagar si hay por ahí arrumbada y a punto de desaparecer alguna obra en cochimí, laymón, guaycura, pericú, pima, seri, opata, jova, suma-jumano, concho, toboso, cohauilteca, comecrudo, caatara, hualahis, tamaulipeco, pison-janambre, pame, guachichil, lagunero, zacateco, tepehuan, tarahumara, tepahue, cahita, guasave, tahue, acaxe, xixime, cora, huichol, cuyuteca, chinipa, cazcan, nahua, cauhcomeca, tarasco, mazahua, otomí, huasteca, matlatzinca, totonaca, cuitlateca, tepuzteca, tlapaneca, amuzgo, mixteco, popoloca, mazateca, chinanteco, zapoteca, mixe, popoluca, zoque, chontal, maya, tzeltal, chañabal o tojolabal, chiapaneco, mame… y sólo por seguir a Otto Shermann en su enlistado de “Los grupos lingüísticos de Mesoamérica” , (del Atlas Histórico de Mesoamérica, de Ediciones Larousse, 1993, coordinado por Linda Manzanilla y Leonardo López Luján), hablantes que bien podrían lamentar no tener la capacidad ni los vínculos sociales para mostrar al gloriado personaje alguna de las ricas formas expresivas de estos grupos lingüísticos aún vigentes en nuestro territorio.

Y ¡sí! La mayoría de los hablantes de esas lenguas poseen la piel color del bronce y, por más que la racionalidad del momento lo niegue bajo párrafos y discurso, resultan ser integrantes de la humanidad y, a semejanza con los civilizados, les amparan los mismos derechos vigentes en esta Nación según está escrito en el constantemente citado en el mismísimo artículo primero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

(Señor empresario: muchos de ellos hablan su lengua natal, además el español y, obligados por la necesidad, al buscar satisfactores económicos para sus familias fuera de sus comunidades y del país natal, aprenden el inglés)

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