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Hacedores de color

Vienen en concentraciones de cantores bailarines. Llegan con el ritmo del aire, de la lluvia zarandeada por las volutas retadoras al sol (cada gota pincelada con rigor: la fina y pertinaz, la gruesa y cálida son historia particular, narración fugaz e inacabada); ellos son muchos, ni contarlos –vano esfuerzo—porque la agilidad en sus movimientos les otorga invisibilidad.

Traen en sus morrales bordados con pitas coloridas las brochas y los pinceles para la labor, los tarros con los pigmentos en tonos que el arcoiris aún no sabe imitar: oscuros y translúcidos para las lóbregas profundidades y las radiantes superficies, para las cuevas y los resquicios: las densidades tonales que remiten del insondable vientre a la elevada pureza primigenia.

Unos fondean con las gruesa brochas y en seguida otros grupos definen con plastas la rugosidad, la irregularidad o la múltiple textura de la vegetación para dejar a los hábiles y experimentados ancianos el detalle de cada manifestación, las diferencias en las tierras, en los guijarros, en las rocas hirientes o pulimentadas por el aire y por las aguas que encontraron un nuevo sendero por dónde llevar los nutrientes y el frescor para dotar el entorno con los cuatrocientos tonos del verde, abrillantar las corolas, los abiertos pétalos y los sensibles pistilos con la suave gradación repetida en las delicadas alas y cuerpos mínimos de la vida volátil.

No falta que sobre la piel peluda, escamosa, emplumada o desnuda de algún animal desprevenido caiga alguna de las imperceptibles gotas de color y adornen la estructura animada con algún destello, con alguna traza insospechada.

Sembrador. Óleo sobre tela. 50.0 x 80.0 centímetros.

A lo lejos los cerros y montículos evidencian el trabajo de los seres: en ellos percibimos desde el violeta oscuramente profundo, los azules (el ultramar –que sólo hasta el siglo XIX pudo fijar la humanidad–), la profusión de los verdes y amarillos con el bellísimo “oro viejo” en armonía con el blanco y aborregado fondo del cielo tras las fracciones terrosas y anaranjadas de una nopalera que espera su turno en la renovación colorida de la vida.

 

Aguas corrientes y en estanques, líquido azul transparentemente tornadizo o en estas verdeoscuras tachonadas con el amarillo cenizo donde brotan unas cañas veteadas con marrones desvaídos, erguidas en el microcosmos cenagoso.

El trabajo es mucho y el tiempo apremia. Las interrelaciones en las texturas coloridas y diversificadas agobian con la imposibilidad de hermanar los resultados de su creación continua y cambiante con nuestras teorías de la luz aplicada, tensión exorcizada por la alegría de los pintores.

Alguno juega con los tonos y nos engaña con la traza de un rostro falso, miente una estructura sobre la tierra y esconde la osamenta creada por la pasada y terrible resequedad. Revisten los troncos con musgo, dotan con mayor esplendor a las hojas y vuelan las tonalidades férreas en el aleteo de las aves que gritan felices en el aire con su recuperada vestimenta con la que ya no envidian el brillo agitado de los peces en la transparencia de las corrientes.

En un rincón, lentamente y a solas, un anciano con su pincel sumamente fino, barniza pacientemente y con sutileza la obra tendida entre dos ramas por la lustrosa y ágil araña que en su amplio y giboso lomo lleva el adorno de una figuración de lanza en bermejo profundo.

—oo—

Guardo sin fundamento alguno que los pequeños coloristas son los aprendices de chaneque y que, con la guía de los ancianos poco dispuestos ya al chacoteo, enriquecen la visión diaria con sus brochas y pinceles, formas y estructuras, armonías y contrastes adecuados a cada día, a cada hora y al espacio temporal, aunque allá, desde lo profundo de la eras y la frondosidad, la historia resguardada por los antiguos de las comunidades establece que esos hacedores del color son la manifestación en pequeño de los antiguos dioses hoy relegados.

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