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Ese árbol tiene mucho de etéreo.

Refería mi abuelo –cuando en él iniciaba el temporal de la vejez– que entre los recuerdos infantiles estaba la imagen de ese estupendo árbol y que entre su tupido ramaje ya habitaban las consecutivas nidadas con su alharaca matutina cuyo alboroto marcara con precisión el hacer de los habitantes, tiempo antes de que a las actividades las determinara el ritmo del reloj incrustado en los bajos del campanario izquierdo de “La Parroquia”. Desde aquellos días es tan espeso el follaje que en las temporadas de lluvia iniciadas a fines de abril y cotidianas a partir de mayo, la gente buscaba protección junto a su tronco grueso a despecho del riesgo que entraña el resguardo en aquel alto macizo anclado profundamente en el atrio del templo de “La Merced”: –El pararrayos atraerá primero la centella– justificaban, y esta afirmación aún es verdad irrebatible.

Por generaciones, el olor de su resina impregnó la vestimenta de las jóvenes parejas que a su lado encontraban protección bienhechora a sus declaraciones sin prever la crueldad de un rompimiento.
Cierto día algún estulto clavó, sobre sus baquetones naturales, un letrero restrictivo que le horadó las venas hasta que el tiempo y el olvido desmenuzaron el mensaje para quedar sólo cuatro puntos herrumbrosos apenas percibidos entre las sinuosidades de la áspera, oscura y estriada corteza.

Ese árbol más que centenario resistió vejámenes continuos en su ramaje: aguantó fuertes granizadas, múltiples heladas, el zarandeo de los vientos y la agresión humana. Es sobreviviente afortunado a los afanes modernizadores y todavía entre su verdor habitan, duermen y proliferan las nidadas que eternizan la vida multiplicada.

Cuentan los ancianos de la población que allá en los lejanos días de la lucha libertaria, frente a su plataforma, en la alta casona de la rinconada con sus bellos balcones de cantera rosa y herrería, el señor cura Hidalgo arengó a la población; que un siglo después fue espacio para el descanso de algunos grupos revolucionarios de paso y punto de reunión y de partida para el puñado de cristeros comarcanos; que las ramificaciones del árbol — ¡bendito sea el día!– preservaron la vida de un suicida impío que desde el segundo cuerpo del campanario intentara solucionar la quiebra de su hacienda… Hay tanto de vida olvidada y fluyente, de infancias repetidas y caravanas de enlutados, de viacrucis y festejos septembrinos, de prestezas y sigilos, de alegría y llantos enredados a su vida que, a más de referencia es parte de una vida continua y visión a veces desapercibida, es la imagen propia de una plaza pueblerina que en temporadas de aguaceros, por dos de sus cuatro calles aledañas y alguna vez empedradas, bajaba el torrente enrizado hacia el cercano cause del río Lagos.

A nadie le molesta que la fachada labrada del templo mercedario quede cubierto por el espesor de sus brazos en periódico retoñar, ahora es parte consustancial de ella y armonía del rosa propio de la cantería y la variada gama de los verdes recortados con el azul espléndido pulimentado con el aire puro y perfumado venido de las huertas y de la sierra, de allá por la cañada.

Ya en tiempos de mi abuelo, la estructura de ese árbol era vivencia cotidiana y su alrededor el espacio para la cita silenciosa de las parejas que originaran a quienes ahora atestiguamos la bella frondosidad de su copa, aunque a veces no detengamos la mirada en él.

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