En Ambiente

El señor de los perros

depre939

Con una sonrisa bajo el bigote ralo hermanado a la dispareja barba jaspeada en blanco, el hombre hala un carrito en donde colocará por separado el cartón y los plásticos, los envases de metal y alguno que otro girón alguna vez denominado vestimenta, todo ello levantado de las calles.

Él no tiene día ni hora para su recorrido pausado, junto a él, un grupo de perros detienen su paso, él saluda, ellos olfatean y mueven la cola en las cercanías de algún conocido. Los perros —es de imaginarse— son, en su mayoría, mestizos.

Sea bien visto o no, él cumple una función adoptada, suple la desidia de alguien a quien el hartazgo por el juguete animado le resultó fácil arrojarlo a la calle y a un pasado sin memoria. Él recorre las cercanías con paso lento seguido por la fila ordenada de los perros en mezcla —ignaros en jerarquías— y con ellos comparte equitativamente el bocado recibido.

Resultaría una indiscreción interrogarle sobre los motivos para el abandono de un hogar, una familia y un futuro. Él enfrenta una realidad diferente, su propio espacio temporal en la habitación oscura de algún rincón, el calor de esos perros. Y uno acepta por buena la agrupación cuando la mano del hombre acaricia las cabezas perrunas, al momento de sentarse todos ordenadamente para compartir el magro alimento.

En contra de la repulsa del prójimo, “el señor de los perros” cumple dos funciones sociales: recoge las ruindades de la riqueza humana y brinda compañía a los camaradas en la vida, a los perros que alguien repugnó al enterarse que esos seres comen, beben, orinan y defecan y no son sólo un juguete para atraer o rechazar según el estado de ánimo. A ellos, les negaron una seguridad merecida y de un techo necesario, a él… qué importa saber cuál era su finalidad en la existencia y cuáles sus sueños esfumados, él, en su anonimato es “el señor de los perros”. Con su sonrisa y saludo tímido deja en las calles la figura propia y la de los perros, los perros y él, él-perros, ese organismo callejero al que algunos irrespetuosamente le restan el acento al pronombre y desprecian el linaje de sus acompañantes.

La pobreza, esa injusticia humana, el abandono a un compañero de vida que confiaba, son traiciones que viajan lentamente por las calles cercanas y ante ellas y por ellas, uno, a veces, honra con respeto a esas unidades en la vida, existencias unidas en la miseria. Él aún nos sonríe al saludar y aquellos al mover sus rabos ante los cuasi conocidos.

Bienaventurados ellos: el hombre de la calle con su carrito y los perros compañeros; honra para él y los perros: vaya esto por él, por el respetable “señor de los perros”.

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