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Miércoles de ceniza

Al final de la cuerda Óleo sobre tela 11.6 x 27.8 centímetros.

Era realmente feo, de una fealdad sin eufemismos. A él la vida pródiga no le escatimó ningún trazo opuesto a la belleza; cualquier detalle desagradable y hasta detestable encontró espacio y cabida en su estructura, sobre él cayeron los múltiples y nunca agotados sobrenombres hasta ocultar el propio asentado en el Registro Civil y en el libro grueso de la pequeña iglesia del barrio pueblerino.

A su tiempo, una violenta erupción de acné destruyó la tersura en los mínimos reductos de piel, si terso fuera el calificativo que la benevolencia nos inclinara a otorgar a los pliegues en la grotesca máscara de piel gris-verdosa enmarcada con la erizada y grasienta pelambrera visible y siempre a distancia del espacio ruidoso de las escalonadas festividades de los nueve barrios, cita acostumbrada para los habitantes acallados con el estruendo de la cohetería y de las bocinas de “el sonido” del que brotaba el saludo entre hombres y mujeres prematuramente adolescentes de las generaciones nimbadas con la irritante pólvora quemada y los aromas de los puestos de comida.

En la escuela, el pupitre donde transcurriera entre cabeceadas y el sueño gran parte del horario de instrucción, una mancha oscura marcaba el punto sobre el que cayera una y otra vez la cabeza descomunal de aquel cuerpo enflaquecido, para escandalizar el salón con las carcajadas del alumnado reacio a la obligación que les augurara un futuro mejor.

Algunas veces a horcajadas en el murete que aislaba la huerta de la ribera, le vi pasar escudriñante y tenía para mí que buscaba la compañía humana sin capacidad para recortar la distancia entre los dos, tensión mayor en su ser cuando cerca estaba alguna de las compañeras de aula o aquella vecina de la que nunca disfrutó una mirada frontal.

Jamás le escuché platicar de firme, ni murmurar, ni aún quejarse cuando la barbarie escolar le sometía al rigor de los abusos por la fuerza o bajo el número de los burlones, ni es posible afirmar si alguna vez brotó el sollozo de su garganta en esos momentos de indudable terror y dolor sufridos a solas.

Afirmaban las señoras bien informadas de todo, que en su casa mal comían y por lo general nada; que su madre agotaba la vida con la carga de ropa ajena para lavar, la ya planchada a entregar o esforzada sobre un “burro” cubierto con el trapo amarillado y aromatizado con la leña que calentaba sus planchas de fierro fundido puestas sobre el grueso comal.

La historia, corriente y ampliada en el tiempo, afirma que un día antes, subió por el camino que baja hacia el río con el rescoldo de sus toscos zapatos recién ennegrecidos, la hirsuta pelambrera brillante de agua y el aroma del jabón en sus prendas alisadas; que llegó frente a la casa de L… y que no más de cinco minutos después ya estaba desaforado y trémulo por el rumbo del panteón (allá donde el monumento guarda el cráneo del héroe local), enrojecido el rostro y en los pequeños ojos un brillo no visto antes en sus deslavadas pupilas.

El día jueves, en la mesita coja, un trozo de papel con una palabra burdamente trazada y carente de acento, perdon; mientras de la higuera reseca, gris, pedían los casi tres lustros de privaciones y flacas ilusiones.

Acerca de Víctor Manuel López Wario

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