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Los ojos del abuelo

Remate en la fachada de la Parroquia de La Asunción en Lagos de Moreno, Jalisco. Acrílica sobre cartulina 21.5 x 28.0 centímetros.

Es amplio el jardín en donde dos tiempos determinaron la vida repetida; las flores en los setos y macetones, “las palomitas de San Juan” que giran por sobre el empedrado hacia el malecón, por la ribera con sus atrios húmedos en los que croan las ranas y giran los moscardones sobre el río –ahora disminuido– recinto propicio para la proliferación del lirio benefactor y el apretado enjambre de mosquitos.

Las peras, las manzanas rojas, el aroma de los duraznos en los brazos enhiestos más allá de las bardas; las uvas, el nogal de la huerta escolar en donde a horcajadas en el alto, aquella avispa dejó su aguijón en la aún pequeña nariz.

En algunas de las huertas (¿por La Harinera?) el frescor aceptará el agridulce humor de los limones, limas, naranjas, toronjas, para acompañar en los huacales a la tuna de temporada y la pitaya anidada en los labios femeninos y, ya en el mercado, hermanar con las exóticas mandarinas, los olvidados higos, las ciruelas gordas y oscuras, el membrillo para la jalea, las jícamas, costales y montones de cacahuate, de semillas tostadas y saladas… y el aromático color de las guayabas.

Al oriente, los ojos buscan el espacio donde el juego de la pelota aglomera a la adolescencia del pueblo que enviará con el poderío de su brazo armado con tosco madero una pelota de hilachos trenzados y corazón de piedra sobre el techo de la casita en donde resguardadas por los ennegrecidos muros, la madre y la tía de María –la novia de Jesús, el sacristán en el Templo de La Merced– preparaban los sumamente picantes contamales para el desayuno.

–II–

En el reposo diario, ya en la noche y con el frescor en una banca de hierro fundido de la amplia plataforma de El Jardín, en sus manos y su ropa impregnados los espíritus de la bencina y de los pigmentos (goma arábiga, aceite de linaza en mezcla con las coloridas tierras y los tintes vegetales extraídos lentamente de los tubos al reclamo de su arte), pulsan los alientos agitados por los caballitos de madera erguidos, sabiamente formados en sus tarros y a la espera en el taller. Tras de los cristales hermanados, sus ojos deslumbrados con tanto color –de las múltiples luces trasladadas al lienzo– fijaban la línea visual en la vegetación de los prados por donde paseaban sus largos silencios (¿qué pensamientos bullían en su mente? ¿eran recuerdos ásperos o gratificantes? o ¿quizá vibra la angustia en el proceso de creación cuando el vacío mental crea la duda de la propia capacidad junto al temor del fracaso enmarañado a medias con las preocupaciones por la subsistencia diaria?). Para aquel niño el silencio del abuelo era cosa sagrada, la muda curiosidad vislumbraba las maravillas habidas en esa mente asombrosa que dijera poco y mostrara tanto saber.

–III–

A veces resultaba indecoroso el ruego mudo para que los minutos transcurrieran lentamente en compañía del patriarca. Al lado izquierdo, al pie de las torres hermanadas por obra de los maestros canteros olvidados, erguidas sobre su amplia plataforma ceñida por la herrería, La Parroquia perdía su alargada luminosidad venida del interior, santo y seña de que el día terminaba y que el regreso a casa era inevitable. Así, al paso volvía al calor familiar en donde el pan y un vaso con leche adormecían a quien a través del color matizado con sus luces y sombras dijera más que con palabras. Porque finalmente, él eligió ese lenguaje por manifestación de su vida.

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