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La pequeña aguadora

La mirada rota Acrílica sobre cartulina 26.8 x 36.7 centímetros.

Banjed inició aquel su primer día con el título de “la pequeña aguadora” heredado de su madre y propio a transmitir si algún día iniciaba a alguna otra presunta Banjed, en el rito de la extracción, el llenado de los cantaros y el suave canturreo acompasado al suave desplazamiento de los burros en el sendero apisonado por el tránsito de generaciones de vida asnal.

Con el fresco a su alrededor, en el horizonte la dorada franja naranja dorada nimbaba su pequeña figura en aquel amanecer promisorio de un trajín constante durante esa jornada de la temporada canicular.

Para los habitantes del pueblo era costumbre y marcaba el tiempo el tránsito de Banjed con sus burros, el ahogado bamboleo del agua dentro de los cántaros y el frotar de los huaraches en el empedrado de la calle.

Para todos no había más imagen de la pequeña más que en camino a las tinajas de la “casa grande”, la dotación para la pequeña iglesia por la sacristía y el llenado de las pilas en el mercado para el uso y consumo de los marchantes y beneficio para los productos ahí expuestos a la venta.

Banjed era una mujercita de baja estatura cubierta por la renovada y blanca blusa de percal limpia y recién planchada aromatizada con el humo de la leña con la que calentaban las planchas de antaño, una falda con flores abigarradas de color negro con azul y los huaraches empolvados que, en contra de lo habitual, carecían de ese rechinido especial del cuero mal curtido y duro. Algo en el desplazamiento de Banjed determinaba la delicadeza de su carácter y suavidad de trato y voz. Un rebozo en franjas azul y negro, regalo en alguno de sus ya múltiples cumpleaños, cubría su larga y negra cabellera sobre el rostro broncíneo y bello de la aguadora, en el que, unos ojos negros y almendrados sonreían a todo en su alrededor.

Del pozo a las vasijas, del cántaro a las ánforas, del lomo del burro a los gruesos vientres de los cántaros en donde el calor del exterior no tenía ninguna influencia ni poder para el frescor del barro transmitido al agua de consumo diario en las casas del pueblo.

Un amanecer, quizá distraída entre las franjas luminosas de la nueva promesa o quizá porque el estado de sus huaraches exigía remplazo o quizá por… ¡vaya uno a saber!… uno de los cántaros mal afianzado en el huacal lateral ceñido al burro vino abajo y sus fragmentos marcaron una evaporada huella junto al brocal. Ese día, a Banjed se le retiró de los menesteres acosada con el titulo de descuidada y chocha para refundirla en el aseo del gallinero tras la casa mayor desde donde aún escucha el borboteo del agua junto al canto del hermano viento, de los hermanos pájaros, el vaciado del agua en los cántaros y el suave respirar de la recua al subir de la poza cercana al río al empedrado de las calles en donde los niños de antes –ahora ancianos– y las matronas aún recuerdan el paso de “la pequeña aguadora” que hace años dejó sin heredera, sin otra Banjed al caserío que optó por dejar de ser un pueblo y tomó fachada, sólo fachada de pretensa gran ciudad.

Acerca de Víctor Manuel López Wario

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