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La lluvia no enmudece a los tzentzontles

Dos Acrílica sobre cartulina 21.5 x 28.0 centímetros.

Cariacontecido, pálido vibrante de ira contenida, lamenta en la pantalla su cruel destino; perturbado, el incomprendido, el autosacrificado adalid, arroja en el escucha ayes de dolor y el desespero por su enseñanza infecunda.

Licenciado (¿o Doctor?): Nadie le culpa por las lluvias torrenciales arruinadoras de su tranquilidad y de los extensos sembradíos donde los pocos aferrados a la tierra dejan la salud de sus riñones y la esperanza ancestral truncada a cada estación.

Ya lo sabemos: ante el tórrido clima imperante no contamos con alguna danza propiciatoria; los dioses de la lluvia carecen de sus antiguas facultades y no hay plegaria para conmover a San Pedro por algunas de sus lágrimas, a más, en el olvido colectivo yace la sincrética oración a San Isidro (el labrador); no es el fulgor de sus ojos la causa de la orgiástica sequía ni está en nuestra capacidad imaginativa exigirle soplido tras soplido hasta crear un viento fresco que el desorden en las capacidades de la Naturaleza transformará en terrible ventarrón acompañado de la indeseable tolvanera.

Los pájaros no le reprochan su inesperado regreso al nido al inicio del eclipse; nadie le responsabiliza por la ausencia de las lluvias en “El Sumidero” ni la insospechada tormenta eléctrica perturbadora de la consubstancial, de la silente existencia del escarabajo en la “Zona del Silencio”, si nieva durante agosto en la Tarahumara, o, si a las cotas del Pacífico las cubre la ritual “marea roja”, los devastadores huracanes al Caribe, los calamitosos incendios forestales o el reguero de deshechos de nuestra vida civilizada esparcidos en taludes y acotamientos de las viejas, modernas y recién inauguradas autopistas. Por todos sabido: no es usted quién para reverdecer los árboles durante el otoño ni está en sus facultades deshojarlos durante el verano; comprendemos la inutilidad de sus rezos y lamentos frente a los embates tectónicos y las granizadas sobre el infortunio humano.

Tranquilo licenciado (o ¿doctor?): no es usted el origen de los destructivos eventos climáticos y, cuando evitables, siempre son consecuencia del mal ejercicio humano durante los periodos anteriores a su gestión, ante lo cual, usted está inerme, aún más que la misérrima población gimoteante. No es asunto para un discurso despectivo en contra de la Naturaleza ni para denostar a la civilización; porque al final de los días, uno no es más que un ciudadano común e ignorante de las altas complejidades al que sólo queda —compungido— enfrentar su rostro lacrimoso en las pantallas desde la cual nos restriega en los ojos mustios un esbozo del gran dolor ante la incomprensión a su magna y humanitaria administración, que de interés personal nada tiene.

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