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Distancia

Afrenta. Acrílica sobre cartulina. 37.7 x 51.0 centímetros.

Es sólo una criatura más; una figura ajena a nuestras preocupaciones, agobiada por el sol y acostumbrada a la sed; mugrienta escultura veteada con los arañazos del frío, marcada por los chorretones verdimugre de la lluvia.

 

Los girones de tela que cuelgan de esa percha somnolienta claman una talla ajena en combinaciones sin academia y colorido sin escolástica. Es un hijo ajeno provocador de asco y temor; niño con mañas de hombre, futuro de adulto estropeado de inicio.

A ese niño le faltó una pelota, un globo, un beso… le sobran las muletas, los artificios de una humanidad abstracta y sin teorías, que en la abulia de dos le cercenó toda oportunidad alejándole a las filosofías, religiones, poemas y canciones, esa multitud a la que escudriña con la cabeza baja y la mirada torva, con el rencor heredado sin saber por qué, sin fundamento estructurado y pronto a transmitir.

Padres no tiene y transcurre su vida en la afirmación impuesta y la duda indisoluble sobre sus “carnales”. Camina bajo la luz del día en procura de la noche para fundirse en la inconsciencia venida con el tintineo de algunas monedas otorgadas para expiar una condena social bajo el discursivo engaño de adquirir un pan o un taco a sabiendas de que sólo serán el vehículo para conminar un sueño artificial: limosna que deriva en explotación en dos derroteros y establece el escepticismo por la fraternidad.

Es sólo una figura más bajo el destartalado puente, en cualquier rincón del baldío, encajonado en los subterráneos, entre los arbustos, en la sombra de una arcada donde el aire frío cubra la miseria botada a la vida una mala noche sin la absolución para un pecado original yacente en los vericuetos del infortunio, bajo el cielo estrellado de un Dios distante que nunca nos da alguna razón ni nos beneficia con el olvido.

La miseria tiene en el rostro todos los colores de la humanidad, surge de dos sexos activos prematuramente para abochornar por incapacidad y doler en la repulsa de su hábito y de esa, su desconfianza que no merecemos.

A esas figuras pequeñas olvidadas en el esfuerzo por superar las náuseas no les beneficia ninguna teoría económica ni encuentran acomodo en las huestes angélicas. Los parias son la vergüenza de todos en la sociedad, una página quejumbrosa en los periódicos o el destello lumínico entre los comerciales bullentes en las pantallas; es encogimiento que logramos trasponer porque, incapaces en la ayuda al prójimo, nos retumba en el vientre una culpa que no gestamos y no nos reconforta ninguna respuesta mínima, una solución aunque sea pequeñita como esa estampa repugnante que nos exige una caridad para evadirse una y otra noche hasta lograr la plena estupidez, cuya mirada nos afrenta y deja un vaho nauseabundo en los irritados ojos.

Es otra la menuda efigie a la que nadie espera en ninguna parte y a quien no extrañamos en el paisaje cotidiano, porque ellas, las figuras pequeñas mudan frecuentemente de espacio y un día, repentinamente, las encontramos irreconocibles, transformadas en adultos.

Ni pedir perdón, porque no hay redención en una caridad humana cuando no podemos con la propia pobreza.

Esa niñez carece de patronímico y no le ampara ni siquiera el distintivo de la bastardía; únicamente le define un artículo de género que antecede al nombre y en el olvido de éste un definitorio que en la repetición perdió hasta el matiz degradante.

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