Campus

Con la suavidad de la piedra

Los templos de cantera rosa labrada —alma de madera, piedra y argamasa— mantienen permanentemente la imagen de los bisabuelos y la de los abuelos, sus afanes y quereres hilvanados a las penas y dolores de una tierra olorosa a humedad y a humo de leña, al sonido de un guitarrero trasnochado y al aroma y sabor del almuerzo a las once.
La calles empedradas durante las “las bajadas” desde “El Calvario”, enmascarado el salpicar cárdeno con el doble franjado de las fachadas en las casas por el trajín diario, refieren los momentos paternos —casi propios— los balcones enrejados donde las inquietudes juveniles dejaran durante la huída una mustia evidencia de su paso, la huella del tránsito errabundo que agitara el aroma matutino de la leche, del azúcar y las frutas en la factoría de “el negro” Porfirio y la del horneado cercano a la Parroquia, evadido de la tahona de los Reyes, vencido el sueño de la madrugada vaporosa y la rutina doblegada con el color y el sabor del pan.
Allá abajo, el río, fue evidencia de lo cotidiano por generaciones. Río donde un puente hermanara el centro de comercio con las huertas, rancherías y haciendas, de vaquerías, sementeras y sembradíos.
Sobre ese puente de cantera con cuatro arcos rebajados (cuya historia mal comprendida generara un chiste ramplón ignorado el fenómeno social de su momento), algún amanecer —que fueron muchos— acodado en la balaustrada, la vista miope buscaba en la distancia, más allá de la harinera, el otro yo indagador en paisajes lejanos por gente que también formara sobre la corriente los sueños e invenciones para recorrer festivos por la ribera la huerta y los muros posteriores del Templo y Convento de las Capuchinas. Ahí, el fragor en el cause arrastró con su embate a los lirios acunados en los recodos inquietados al inicio de la temporada, cuando más de una vez desbordara su corriente y anegara los corrales y patios, cuando una y otra vez su violencia enlutara el hogar de algún desprevenido que confiado en la fuerza de sus brazos y piernas retara el embate arrancador de la piedra bola y arrastrara a la pesada carreta encontrada días después, destrozada, en alguna de las tantas vueltas en los terrenos del barrio del Refugio.
El río representa a una infancia agitada, con los bolsillos del pantalón ajado repletos con cacahuates y semillas, las noches susurrantes con el chapotéo de las ranas y el vozarrón de los sapos; donde los cocullos y luciérnagas trazaran un sendero lumínico efímero sobre un manto oscuro tachonado con miriadas de estrellas y una luna grande, brillante por el rumbo del puente.

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Desde El Calvario (Detalle). Vinílica sobre cartulina. 62.2 x 20.1 centímetros.

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