Campus

¿A dónde volará la esperanza?

Sólo quedaron los basamentos de las pirámides expuestos con los santuarios arrasados, sus entrañas pisoteadas y los muros dispersados. Frente a las agrietadas vasijas de madera, embrutecida la sobriedad, amargados, corrompimos los recipientes del pulque hasta enmudecer al himno que corría entre las cañas y a las garzas con su danza.
Reventaron los collares y esparcieron las cuentas multicolores, arrastraron las plumas por el lodo, ridiculizaron nuestras vestimentas, prohibieron nuestros juegos y depravaron las tradiciones; apagaron el fuego santo, incendiaron los libros y las habitaciones, quebraron las piedras consagradas, ahumaron otras nuevas edificaciones, asperjaron extrañas figuras; anegaron las vidas en los cinco espacios, desecaron los canales. Mustia quedó la luna, las estrellas cegadas, inconclusa la cuenta y la encrucijada sin centro. Densos girones de pestilente vaho oscurecen la piel de la noche, interrumpido el batallar femenino para el avance del joven sol cuya contabilidad yace despedazada. Cortaron el canto de los vientos, esparcieron las nubes de las lluvias, separaron el brillo de las entrañas terrestres y extrajeron fragmentos del vientre de las montañas; con zurriagazos chispeantes crearon seres truncados, viudas, mujeres forzadas —denigradas porque en su matriz bulle un pecado ajeno— huérfanos, padres sin el esfuerzo de los jóvenes, sembradíos añublados, ancianas a las que nadie les cuidará sus brazos al morir: un reguero de huesos blanquean la cenizas de lo que fuera el sustento sagrado. 

Quedamos con la piel desgarrada, el interior vaciado y el rostro desconocido; abrumados, sin las potencias fundamentales, sin la referencia sólida y vital del barro y la piedra olvidamos las palabras del amatl, sordos y ciegos entre los corrompidos afluentes se nos pudrió el aliento y al humito esparcimos entre maldiciones.
Taponaron las flautas, astillaron los tambores, destruyeron los aires del caracol, rasgaron las banderas y horadaron la piel de los pobladores por donde huyó la savia heredada ya sin vigor; se nos envileció la lengua y emponzoñó el agua. Enmudecieron los jaguares y tzentzontles, los chalchihuites perdieron su color y su brillo.
Nos miraban derrumbados, pusieron sus manos sobre nuestra cabeza y nos endilgaron un yerro de historia ajena, una ficción degradante con visiones jamás encontradas en nuestros ojos henchidos del verdor y ahora sin él nublados. 

Arrancadas las herramientas de las manos, las aves quedaron sin vuelo, paralizada la labor del tlahcuilo, desmayado el ánimo desde el amanecer aturdidos por destellos impensados, desnudos en la frialdad del sacrificio innoble, ésto es lo que somos. ¿Acaso rencontrará el hombre su rostro, su corazón? Ahora que los hijos cortaron sus cabelleras ¿vendrán más colibríes, otras águilas a enseñorear en el manto azul? ¿Tendrán algún significado los coros de las mujeres y las voces antiguas?
Con tajos y centellas impusieron su razón sobre la amainada pujanza humana convertida en cuajarones de ámpulas fétidas y grandeza aniquilada.
¿Regresarán el ahuehuete y el cacao con sus himnos? Las mariposas ¿tejerán otra vez su regocijo por la vida en el aire?
Y ¿quién soy yo? preguntamos al silencio.

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